"Por favor, cierra los ojos"

Debraye sobre la fotografía.

"Por favor, cierra los ojos"
Foto: Treddy Chen / Unsplash

Mi padre tenía una Minolta. ¿O era una Nikkormat? No lo recuerdo. El chiste es que era una cámara plateada, pesada, profesional o que daba la finta de serlo. Y lo hizo tan bien que le permitió hacerse pasar como fotógrafo de periodismo para entrar al set de Siempre en Domingo y tomarle fotos muy de cerca a Olivia Newton-John.

Con esa misma cámara retrató viajes, eventos familiares, a mi madre, a mi madre conmigo dentro, a mí. Sus estrellas, su familia, su familia eran sus estrellas.

Les debo la foto de Olivia, pero esta es una foto que papá tomó en Cartagena hace ya 30 años. 1994.

Con el adviento de lo digital y las incomodidades de la edad, papá dejó de tomar fotos con esa cámara. Ahora lo hace todo por el celular, si es que se acuerda. Pero no es lo mismo. Con ese celular, no podría hacerse pasar como periodista para tomarle fotos a Olivia, primero que nada, porque Olivia está muerta. Segundo, porque si bien el smartphone ha democratizado hasta cierto punto la fotografía, no significa que también haya democratizado la profesión de fotógrafo. Al contrario, la ha hecho mucho más distante. LA DSLR carísima, los contactos en los medios, el gafete del gremio, la posibilidad de encontrar (o no) tu portafolio en tu sitio web y en publicaciones digitales. Tu presencia en redes sociales. Un “wey, ni te topo” desarmador.

Además, sin las habilidades de composición y sin esas imperfecciones del momento, los resultados son todos iguales. Aún y cuando se corrigen con filtros. Sobre todo cuando se corrigen con filtros. Ya sé, lo importante no es el medio, sino el mensaje. Pero cuando el medio se torna tan monótono, tan sin alma, el mensaje se diluye. La gravitas del momento se aligera.

Aquí el mensaje era que tu tía es la más penguin of doom. La más random. La más 2007.

Considero dejar de tomar tantas fotos con el móvil. Aún las que cuentan historias y registros del tiempo. ¿Para qué hacerlo, si entonces el tiempo y la historia terminan uniéndose en un mismo plano? Hubo un tiempo en la universidad que traía el mame de las cámara lomográficas. Mucho más lo-fi que la Minolta/Nikkormat de mi padre. Los de seguridad en Televisa se hubieran burlado de mí y no me hubiera importado. Holga, Fisheye, el concepto de “shoot from the hip” de fotografiar el momento de manera improvisada y sin ninguna expectativa. Fue divertido, pero una vez más, un mame.

Estrellas en un patio que ya no es patio en una casa que ya no es casa. Es una bodega en una avenida llena de bodegas.

Sobretodo, revelar el rollo de película es más difícil y más caro que aquel entonces. En mi alma mater ya no tienen laboratorio para revelado, en parte quizás porque los estudiantes hacían cosas “poco maristas” en el cuarto oscuro, pero también porque con el nuevo edificio de arte y diseño vieron necesario moverse al ritmo del progreso. Un progreso que seca ríos, incendia bosques, cubre de nieve a las playas.

Y los snacks de la maquinitas eran más baratos. 2006.

Es curioso, pero ese mismo progreso dejó a un lado a la fotografía análoga en gran parte por sus imperfecciones y espontaneidades, pero ahora hay filtros de edición que prometen darle esas imperfecciones y esa espontaneidad a tus imágenes facetuneadas del smartphone.

Filtro Tokio con efecto de chirrionmil grano en IG, 2005.

Dice Brian Eno en su diario A Year with Swollen Appendices:

Lo que ahora te parezca raro, feo, incómodo y desagradable de un nuevo medio seguramente se convertirá en su firma. La distorsión del CD, el nerviosismo del video digital, el sonido de mierda de 8 bits, todo esto será apreciado y emulado tan pronto como se pueda evitar. Es el sonido del fracaso: gran parte del arte moderno es el sonido de las cosas que se salen de control, de un medio que empuja a sus límites y se desmorona.

La emoción de la película granulada, del blanco y negro blanqueado, es la emoción de presenciar eventos demasiado trascendentales para el medio asignado para registrarlos.

Pienso volver a lo que le sigue de ceremonioso y mejor desempolvar mi pequeña Nikon digital portátil. ¿O era Canon? Ninguno me patrocina. Esa emoción dosmilera de sacar la camarita de tu bolsa, mochila, o morral, prender el botón, tomar las fotos a tus amistades, a tu entorno, a ti mismo, verlas en la pantallita sin ninguna distracción, y después organizarlas por folder, ponerles nombres y fechas, guardarlas en tu computadora e imprimir las que más te gustan. Podría volver a la DSLR, pero es muy aparatosa, no tengo tanta autoestima, y ni que fuera a tomarle fotos a Olivia Newton-John.

Pero podría tomárselas a Andrew W.K. como en MTYMX 2010.

Byung-Chul Han tiene un ensayo pequeño, punzante, perfecto, sobre cómo la aceleración de lo digital, más bien de lo digital instantáneo, destroza la narrativa.

Barthes, en su estudio de fotografía, La cámara lúcida, cita a Kafka: “Mis historias son algo así como cerrar los ojos”. Y observa a este respecto: “La fotografía ha de ser silenciosa. Eso no es una cuestión de ‘discreción’, sino de música. La subjetividad absoluta se alcanza solamente en un estado de silencio, de esfuerzo por el silencio (cerrar los ojos significa hacer que la imagen hable en el silencio)”

[…]

Las actuales imágenes digitales carecen de silencio — y, por tanto, de música, e incluso de aroma. También el aroma es una forma de conclusión. Las imágenes sin silencio no hablan o narran, sino que hacen ruido.

Frente a estas imágenes que “zumban” no se pueden cerrar los ojos. El ojo cerrado es dibujarse la conclusión. Hoy la percepción es incapaz de conclusión, pues hace zapping a través de una red digital sin fin. El rápido cambio de imágenes imposibilita cerrar los ojos, pues esto presupone una demora contemplativa. Las imágenes están construidas hoy de tal manera que no es posible cerrar los ojos.

Quiero cerrar los ojos. O al menos lo que le sigue. Entrecerrarlos.